sábado, 10 de octubre de 2009

Julián Martín Casado: “PINTAR ES UN HOMENAJE A LO QUE DIOS HA HECHO”



Para cualquier pintor europeo exponer su obra en Nueva York podría ser, como mínimo, motivo lógico de satisfacción. Más aún si se trata de una exposición que recoge a un grupo muy selecto de artistas bajo el rótulo “Los Mejores de la Acuarela Española”. Cualquiera podría airear a los cuatro vientos, y con orgullo, las medallas de reconocimiento que críticos nacionales y extranjeros le han dedicado por el buen hacer y el mérito de su propia creación. Sin embargo, Julián Martín Casado se sorprende cuando nos llegamos a él para entrevistarlo, para conocer a fondo su pintura y a él mismo, y acercarlos a su pueblo, al que nunca ha dejado en el olvido. “No merezco tanta atención” dice con una voz sincera, casi tímida, a la vez que sonríe al reconocer a un interlocutor de su tierra. La mirada melancólica lo delata. Siente cariño, y mucho, por La Mancha que le vio nacer hace ya ochenta y dos años. Una edad que, por cierto, pocos acertarían sabiendo que este acuarelista, mercedario y herenciano, o viceversa, aún pasea con habitualidad por las sierras de Madrid, ciudad donde vive actualmente, o por parajes que tan bien conoce y que cita con el cariño con el que se habla de un hijo: los molinos, el Frontón, o la Rendija. “Me encanta pasear por el campo. Voy siempre que puedo”. Y lo dice como todo cuanto asevera en nuestra conversación: sin pretensiones, sin el afán de impresionar. Así es la grandeza.

Y es que a menudo las cosas son grandes cuando son pequeñas. Principio de humildad. La Basílica Hispanoamericana de La Merced de Madrid es un edificio alto cuyo esplendor reside no en su tamaño sino en la sencillez: muros de cemento y hormigón desnudos y tan solo un gran Cristo Redentor, construido con despojos de un barco, en el ábside. Puro arte. Quizás el Arte llame al Arte, y la candidez a la candidez. El padre Julián me espera en la parte de la parroquia reservada a la vida monacal. Yo también soy de Herencia, le digo para ganármelo, a sabiendas de que es un hombre que le gusta mucho su pueblo. Siento su afabilidad en el apretón de manos y en el trato. Nos acompaña un viejo amigo, el padre Alejandro Fernández Barrajón, quien se ofrece a enseñarnos la casa, una casa muy austera, sin grandes abalorios aunque nada de mísera porque de aquí y allá cuelgan variados “julianes”. Las acuarelas se suceden por los pasillos y estancias. Abundan los motivos paisajísticos: marinas, llanuras manchegas, campos de aquí y allá, incluso de la imaginación; aunque también hay retratos de frailes. Maravilla su trazo tranquilo y los colores empleados. Transmite paz. “Qué suerte de vivir rodeado de tanta belleza”, me sale del alma. El padre Barrajón bromea con que le dan ganas de robarse alguno. Julián solo sonríe y calla.

Lo que sí habla por sí solo es el universo de Martín Casado. Su estudio es un espacio pequeño donde pinta, almacena sus obras terminadas (la última, me enseña, el retrato del nuevo Provincial), y duerme. Herencia está omnipresente: fotos de “La Hermosona”, un cartel anunciador, el último programa de la Feria, etc. “Yo es que quiero mucho al pueblo. Recuerdo mucho a las personas, a los amigos. Y el Ayuntamiento tiene a bien enviarme de vez en cuando cosas de allí”, dice mientras continúa enseñando su rincón privado. En el cabecero de su cama, un retrato de la hermana ya fallecida que también era mercedaria. “Desde el primer momento he conocido La Merced y los mercedarios. Íbamos al convento”. Siempre ha llevado muy dentro de su corazón la semilla de la fe y el amor por la advocación mariana de Nuestra Señora de Las Mercedes. Tan así fue que a los trece años dejó atrás el pueblo para seguir el camino que le marcaría de por vida: la llamada religiosa.

A los cinco años sus padres le regalaron unas acuarelas. No ha parado de pintar en todo este tiempo. ¿No le cansa?
No, no, no. He pintado eventualmente por encargos, por necesidad, pero sobre todo por afición. No es una carga para mí, ni ningún trabajo, sino una manera de expresarme. Yo soy religioso, no pintor.

Sin embargo, el también afamado y paisano don Agustín Úbeda dijo en alguna ocasión sobre usted: “pinta mejor que yo”.
Bueno sí, eso es cierto. Pero es una forma de recordar que éramos buenos amigos. Habíamos coincidido de pequeños en el colegio antes y después de la Guerra, y cuando vine destinado a Madrid, una de las primeras cosas que hice fue buscar la dirección de Agustín Úbeda, que ya había regresado de París.

¿Por qué trabaja sólo la acuarela?
Es cierto que básicamente hago acuarela aunque también pinté al óleo. Sin embargo era más problemático para mí por una cuestión de espacio. Yo no tengo un estudio, sino que pinto en mi habitación. Aunque también es cierto que siempre he sentido una mayor inclinación a la acuarela.

¿Por alguna razón especial?
Por la limpieza. El óleo siempre se puede corregir. En cambio la acuarela, aunque también se puede, por supuesto, es algo mucho más puro, más limpio.

Me da a mí que la acuarela le pasa lo que a la Zarzuela, que quizás sea considerado como el Género Chico, siempre superado por la Ópera, en este caso, el óleo…
No creo que sea así. Van Gogh pintaba al óleo, pero también pintaba acuarela y una acuarela de Van Gogh se subastó por todo lo alto. La acuarela es una técnica al agua de pintura. Puede tener tanto valor o más que un óleo. Eso depende de la calidad artística.

No hay duda. ¿Quién ha establecido los materiales más adecuados para crear el mejor arte? Al fin y al cabo el antecesor de la técnica de la acuarela en Europa se encuentra en el fresco, que también era una técnica rápida por cuanto debía aplicarse los pigmentos en un medio acuoso mientras el yeso permanecía húmedo. Y nadie duda del incalculable valor artístico y técnico del fresco de la Capilla Sixtina del gran Miguel Ángel a principios del siglo XVI.

¿Se siente realizado como pintor?
Bueno (piensa, suspira, sonríe, responde): sí. Aunque al fin y al cabo mi dedicación a la pintura ha sido una afición. No he visto en eso lo esencial ni mucho menos. Porque lo mío es la orden religiosa y ministerial.

¿Es que no se puede acaso, a través de la pintura, lleva a cabo esa labor religiosa y ministerial de la que habla?
Sí, sí, sí que se puede. De alguna manera se puede hacer. Simplemente llevar la belleza de la naturaleza, o de la humanidad en general, al cuadro es como una cooperación a la obra creadora de Dios. Un homenaje a lo que Dios ha hecho. Por tanto, una pintura que refleje simplemente la naturaleza puede ser considerada perfectamente una expresión religiosa, dependiendo de uno mismo, aunque el tema parezca que no sea directamente religioso. La actitud de uno es importante. Cada cosa que hagamos tiene que ser la expresión de algo que se lleva dentro. Mis acuarelas tienen algo de ese mensaje: un mensaje filosófico, o racional o razonado, pero que expresa algo. La reproducción de la naturaleza es un ejemplo, aunque también tengo otras pinturas más relacionadas directamente con el hecho religioso, aunque esas las tengo más reservadas.


¿Qué le falta por pintar?
Eso no se acaba nunca. Nunca se consigue terminar. Muchas veces me he puesto delante del papel sin pensar. Y he empezado. Lo que pintaba me iba sugiriendo cosas y se completaba la obra. Recordando siempre hay algo dentro de uno mismo porque cuando paseo o voy en el tren, o estoy en la calle, voy pintando mentalmente. No me supone ningún esfuerzo. Asimilo la realidad y posteriormente la recreo yo. Observo y algo de lo que veo se me queda dentro y puedo reproducirlo en cualquier momento, sin tener un proyecto determinado o exacto. Las cosas se me quedan en mi mente, de alguna forma las retengo y, cuando menos me lo espero, las utilizo.

¿Se siente suficientemente reconocido?
Eso no me preocupa mucho, aunque soy humano y, como todo el mundo, tengo mis puntos débiles. Los premios y reconocimientos evidentemente halagan y pueden contrariar a alguno, pero no le daría yo mucha importancia a eso. Pero claro, soy humano y sensible como cualquier persona.

Menos mal. Porque después de un rato de conversación con Martín Casado pudiera pensarse que se habla con un simple aficionado a la pintura, con el padre Julián. Y quizás no sea del todo erróneo. O quizás ambas cosas sean ciertas. No obstante, que un “aficionado” forme parte y reciba primeros premios de la Agrupación Española de Acuarelistas de Madrid, haya expuesto por todo el territorio nacional, Estados Unidos y México, da muchas pistas de la importancia de sus acuarelas. “Lo de Nueva York fue una exposición colectiva de los acuarelistas algo más señalados de España. Nos propusieron exponer allí, pero ya digo que fue algo colectivo”.Y lo dice de corazón. No es falsa modestia, eso se nota.

Para un hombre que tiene especial sensibilidad a lo que pasa a su alrededor y está constantemente observando su entorno, ¿qué diferencias encuentra entre la España de hoy en día y la de tu infancia?
(Por enésima vez vuelve a regalar una tímida sonrisa afable, quizás su mejor arma defensiva que le da un tiempo para pensar). Desde el punto de vista del arte, y de la naturaleza incluso, me parece que estábamos mejor antes. Las personas en cierto punto están mejor ahora: hay más medios, se vive mejor y todo eso. Pero no sé, parece que hemos perdido también mucho de lo bueno que había anteriormente, si bien es cierto que siempre ha habido estas quejas. De la juventud siempre se ha hablado… Eso ya lo decían cuando yo era joven. Los mayores ya rememoraban tiempos pasados como mejores épocas. Pasa siempre.

¿Qué es aquello de lo que se siente más orgulloso en su vida?
Lo más hermoso que he vivido, sin duda, han sido los siete años que pasé en la Casa de Refugiados de Madrid. Yo ayudé a fundarla y ahí trabajé con menores de edad que llegaban a España y se encontraban desamparados. Valió mucho la pena y lo recuerdo con especial cariño.

Se despide. En un rato tiene que celebrar una misa. Es su misión, su vocación, su vida. Pequeñas cosas que delatan la grandeza de un espíritu creyente y artista. De nuevo un apretón de manos, el último vistazo a algunos cuadros suyos que retengo en la memoria como un tesoro y un hasta luego dibujado en su cara risueña. Me alejo del gris de la Basílica y me adentro en las arterias del metro de Madrid. Sus palabras aún me resuenan y, sobre todo, esas imágenes tan elegantes y bellas. Pienso que quizás Martín Casado, el padre Julián, quizás no sea sino una alegoría de su propia obra: un trazo limpio en un papel de acuarela inmaculado. O casi.