domingo, 14 de octubre de 2012

Armas de doble filo

“La imagen de la Virgen de la Merced del convento de Herencia, más conocida por “la Hermosona”, ha sido robada y posteriormente destruida por un vecino de la localidad, Ismael G.C., quien en estos momentos está siendo buscado por efectivos de la Guardia Civil”.

 Esta afirmación antes que ser un hecho constitutivo de delito es una absoluta mentira que acabo de inventar. Sin embargo, es posible que de haber sido vertida en alguna red social de internet, o simplemente se dejara caer en una conversación en el mercadillo de los sábados, el rumor se hubiera propagado como la pólvora y al cabo de unas horas pocos sabrían que se trata de un bulo. Por el contrario, muchos herencianos, amantes ellos de nuestra Alcaldesa Perpetua, hubieran puesto el grito en el cielo exigiendo la captura del ladrón y una condena ejemplar e inmediata del sinvergüenza por tal agravio.

El ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels, sabía perfectamente el poder que suponía controlar la información sobre los individuos cuando afirmaba que una mentira repetida mil veces se convierte en una realidad. Las habladurías de las gentes en su forma más tradicional y, más recientemente, los medios de comunicación de masas, con la celeridad y el anonimato que ofrece internet al frente, son coladeros por los que a menudo penetra en la opinión pública (sea ésta tomada en un contexto mundial, nacional o incluso local) medias verdades que, a la postre, no son medias mentiras sino puras falsedades o, directamente, invenciones creadas con fines espurios. De este modo, solemos dar como verdades irrefutables todo cuanto se nos dicta desde los telediarios de las televisiones, o los noticieros radiofónicos, o en las notas de prensa que emiten grandes multinacionales, pequeñas empresas o instituciones públicas, incluido el Excelentísimo Ayuntamiento de Herencia. Craso error.

Es innegable el valor de la información en nuestra sociedad y debe garantizarse tanto su libre comunicación como el acceso a ella ya que se trata de uno de los Derechos Fundamentales recogidos en nuestra Constitución. Sin embargo, tal defensa de la comunicación pública no es absoluta e ilimitada sino que encuentra su freno precisamente en otros derechos fundamentales igualmente protegidos por la Carta Magna; esto es, el límite del derecho al honor, la intimidad y la propia imagen por un lado, como que tal información sea veraz. Y así nos encontramos, a menudo, embaucados por unos juegos de poder, de amarillismo, de revanchas o de cualquier tipo de intereses personales muy peligrosos mediante los cuales alguien, el emisor (muchas veces camuflado en el anonimato), lanza un mensaje falaz que los receptores, ávidos de morbo o simplemente alienados por la fuerza de los medios de comunicación o la seducción de internet, aceptan sumisamente como cierto. Y se origina la mayor de las perversiones.

Cuántas veces no hemos linchado públicamente a una persona que ha sido acusada de asesinar a un menor, y que a través de estos canales se ha amplificado su eco hasta llegar a una opinión pública, constituida por todos y cada uno de nosotros, que condenaba, aún antes de que se celebrara la vista judicial, a esa persona no solo a la cárcel sino a la pena de muerte, exigiendo a los políticos un endurecimiento de las penas para estos supuestos. Y cuántas, no nos hemos tenido que comer luego nuestras crueles intenciones al quedar demostrada la inocencia de esa persona. O no, porque incluso en ocasiones en las que se ha demostrado la inocencia de alguien, la mentira mil veces repetida de Goebbles ha sido más verdad que la propia verdad, sobreviviendo una condena social al inocente tan indeleble como injusta.

La información y la tutela judicial efectiva son dos armas esenciales y necesarias en nuestra sociedad, pero disponen de un doble filo. Sendos derechos son fundamentales e irrenunciables, sin embargo poseen una doble cara que puede volverse contra nosotros mismos, contra la esencia de los propios derechos fundamentales. Quien, en algún momento de cólera social producida por un caso público que haya conmocionado al país, haya creído que nuestro código penal español actual no es lo suficientemente duro está confundido. Es uno de los más severos de toda Europa.

Para muestra un ejemplo claro: cualquiera de nosotros sale a cenar con amigos y después de la celebración vuelve a casa con unas copas de vino de más. Si es detenido por la policía y sometido al test de alcoholemia puede darse (y de hecho se da con muchísima frecuencia) que arroje un resultado positivo. Si las circunstancias personales del individuo (en las mujeres es mucho más fácil que con la misma cantidad de alcohol, la tasa sea superior) resultan que la tasa sea más de 0,6 miligramos por litro expirado es un delito con pena de prisión de hasta seis meses. Si no tiene antecedentes penales no entraría en prisión, pero este hecho ya constituye unos antecedentes penales si resulta condenado (algo que se haría con toda probabilidad). En el caso en el que, pasado un tiempo, fuera a Alcázar de San Juan y lo cazara un radar circulando a 151 km por hora, o volvieran a pillarlo en circunstancias parecidas después de otra noche de cenita, copa y coche, nuestro vecino, nuestro amigo, nosotros mismos iríamos irremediablemente a prisión por un tiempo. Si esto puede pasar en un delito menor contra la seguridad vial, imaginemos en los casos de homicidio que se castigan con penas de prisión mínimas de 10 años y hasta 20 o 25 años.

¿No están suficientemente garantizados nuestros derechos y sobradamente penalizado el que trate de violarlos? ¿Por qué más? Y, sobre todo, ¿con qué derecho, con qué autoridad, con qué garantías y en base a qué hechos probados condenamos social y moralmente a personas que nos son presentadas, a través de los medios de comunicación o de simples cotilleos, como autoras de ciertos hechos?

Sin llegar a extremos tan radicales como los del asesinato, lo cierto es que en el día a día de nuestra sociedad a muchas personas se les imputa el haber actuado de una forma determinada. En ciertos casos la conducta puede tratarse de un hecho delictivo, en otras simplemente es contraria a la moral o los usos socialmente aceptados. Sea como sea, siempre, la que parece inexorablemente condenada es la verdad, en pos de una supuesta libertad de comunicación y de la tendente perversión a condenar moralmente, sin unas garantías previas, a tales individuos por falta de rigor en la información, de veracidad de las fuentes, de un olvido sistemático del fin de la pena que no es otro que la reeducación y reinserción social para los casos constitutivos de delito y, al fin, una falta de tolerancia y de transigencia con los diferentes por razón de ideología, sexualidad o cualquier otra causa frecuente de exclusión.

¿Qué hubiera pasado si la afirmación que abría este artículo hubiera sido publicadq por cualquier vieja del visillo en el Facebook, o comentada en el mercadillo? Probablemente alguno ya hubiera venido a mi casa a tirarme piedras, o a mis padres por protegerme. ¿Sería justo? ¿Cómo y quién me resarciría a mí, o a mis padres, de los daños sufridos por tales ataques?

Jesucristo decía: “la verdad os hará libres”. Pero la libertad, al igual que la verdad, no se encuentra en atajos de rápidos titulares, sino escondida en los pliegues de largos párrafos, detrás de las medias verdades de los políticos, de las ilusiones de los financieros, de las habladurías de cualquier vieja del visillo, de las mentiras mil veces repetidas… Por desgracia, la verdad no se encierra en noticias de 30 segundos antes de la publicidad en prime time. ¡Qué injusticia resultaría una condena, real o moral pero inmediata y férrea, basada en esa mínima, sesgada y supuesta información!